HOY DIARIO DEL MAGDALENA
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Normas contra la corrupción

El Presidente de la República, acompañado de ministros, parlamentarios, líderes políticos y miembros del comité promotor de la consulta anticorrupción, presentó la semana pasada ante el Congreso de la República un paquete legislativo de ocho proyectos “de lucha contra la corrupción”.

Son ocho proyectos que se unen a los que ya había presentado el Gobierno al inicio mismo de su mandato, el pasado mes, y a las decenas de iniciativas que cursan actualmente en el Congreso. Con estos, ya superan la veintena los proyectos anticorrupción.

¿Tal batería normativa indica que se dotará Colombia, al fin, del entramado constitucional y legal que permita ya no digamos erradicar, pero sí por lo menos contener el que es, sin duda, el mayor obstáculo para el desarrollo -social, económico, ético- del país?

Quien revise el catálogo normativo actual, que suma las leyes y decretos incorporados año a año desde por lo menos la Constitución de 1991, encontrará tan abrumadora cantidad de legislación en materia anticorrupción que cuestionará legítimamente hasta qué punto es el factor legal, normativo, el crucial para encarar el problema: normas de la propia Constitución, Estatuto Anti-corrupción, Código Penal, ley de contratación estatal, Código Disciplinario Único, etc. Y con entidades especializadas en controlar, vigilar, disciplinar, investigar y juzgar: Procuraduría, Contraloría (nacional, departamentales y municipales), Fiscalía, Personerías, Contaduría, oficinas de control interno.

¿Y los resultados? El más reciente informe de percepción de corrupción de Transparencia Internacional, el correspondiente a 2017, dado a conocer en febrero de este año, ubica a Colombia en el puesto 96 entre 180 países medidos. En las encuestas de opinión, la corrupción se ubica siempre entre los cinco mayores problemas padecidos por los colombianos. Y, según el anterior contralor General de la República, cada año la corrupción se traga 50 billones de pesos: casi un billón por semana.

Y la extensión normativa es tan grande como la densidad de discursos de cada Gobierno al hablar de sus planes y proyectos anticorrupción. Si las palabras gubernamentales se tradujeran en resultados efectivos, Colombia estaría en el listado de las naciones más transparentes del planeta.

No se crea, sin embargo, que se desestima la importancia esencial de la regulación legal del asunto, ni las políticas gubernamentales. Ambas son insustituibles. Los mensajes presidenciales, en cuanto se ven acompañados por acción y determinación al sancionar políticamente casos de corrupción, mandan un mensaje reparador a la sociedad.

Lo que hay que tener claro es que, paralelo a la actualización normativa, debe ir el movimiento de la ciudadanía, constante, irrenunciable, de rechazar las prácticas corruptas. Y junto con la vigilancia social, la acción de la justicia y de los entes de control.

Estos últimos, en particular, deben ser más eficaces y no resignarse al papel de portadores nominales de la indignación declarativa ante los más aberrantes casos de corrupción. Tienen las herramientas legales para actuar, la potestad de investigar y el poder de sancionar. De los entes de control se esperan acciones y resultados, no declaraciones.

La ley siempre deberá afinar sus regulaciones para cerrar los espacios por donde se cuelan los corruptos. La sociedad, por su parte, debe cesar toda manifestación de tolerancia y connivencia con la corrupción. No la debe condonar con sus votos, ni celebrarla como un logro de los “más vivos”. La ley y la justicia sin sociedad comprometida nada logran.                                                                                                                                                                                                         *Internacionalista

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