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Maduro, ¿de Miraflores a la cárcel?

Nicolás Maduro ha sido acusado como criminal de lesa humanidad por los países del Grupo de Lima. 

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Para algunos, ante la crisis actual en Venezuela, Nicolás Maduro solo tiene dos opciones de residencia: el palacio presidencial de Miraflores o una celda en una cárcel incierta. Si deja el poder, como lo exige la oposición liderada por Juan Guaidó con el respaldo de cerca de 50 países, entre ellos Estados Unidos y Colombia, el sucesor de Hugo Chávez se vería frente a un juicio por crímenes contra la humanidad.

Así lo aseguran los Estados miembros del Grupo de Lima y los abogados del Bloque Constitucional de Venezuela, los cuales solicitaron esta semana a la Corte Penal Internacional (CPI) abrir una investigación por este tipo de delitos.

De ser admitida, un cambio de gobierno no sería suficiente para cerrar la disputa en Venezuela. El punto final solo podría ponerlo el máximo tribunal internacional, al responder si el bloqueo de ayuda humanitaria el pasado 23 de febrero, la represión a las protestas de 2014 y 2017, entre otros hechos, fueron ordenados desde el poder chavista y, por lo tanto, constituyen una ofensa que el mundo no puede permitirse perdonar.

Un delito contra todos

Como explica Fernando Fernández, penalista y expresidente del Comité de Amnistía Internacional en Venezuela, el mensaje tras la creación de los delitos de lesa humanidad en 1945 es que hay ciertos crímenes que, por su gravedad, “nos ofenden a todos, aunque no sean cometidos contra todos”.

Los primeros condenados bajo este concepto fueron los dirigentes Nazis que participaron en la Segunda Guerra Mundial. El exterminio de 6 millones de judíos por parte del régimen alemán puso a la humanidad ante un horror al que la palabra “homicidio” se le quedaba corta y debió recurrir a la creación de nuevas formas de nombrar el delito.

El Acuerdo de Londres de 1945, que estableció los juicios de Núremberg en la posguerra, definió que eran delitos contra la humanidad “el asesinato, exterminio, esclavitud y cualquier otro acto inhumano contra la población civil o persecución por motivos religiosos, raciales o políticos (…)”.

Su principal característica, hasta hoy, es que a diferencia de otros crímenes estos no caducan. Los responsables, en teoría, deberán ser juzgados incluso décadas después de haber cometido los actos y nadie tiene la autoridad para otorgar un perdón.

Sin embargo, como señalan Juana Acosta y Ana María Idarraga, expertas en Derecho Internacional e investigadoras de la Universidad de La Sabana, “a pesar de la antigüedad de los crímenes de lesa humanidad, los mandatarios de los países no han sido sus principales juzgados”.

Desde el principio, la historia probó que la existencia de esta herramienta jurídica no sería una garantía absoluta de justicia. El principal procesado en Núremberg, Hermann Göring, comandante de la Fuerza Aérea alemana, se quitó la vida en su celda la noche anterior a su ejecución en la horca.

En adelante, el mundo reaccionaría a las violaciones de Derechos Humanos en Ruanda y en las guerras de disolución de Yugoslavia con tribunales internacionales que, a diferencia de los de la Segunda Guerra Mundial, no solo juzgarían a los perdedores del conflicto.

Pero a la vez que se sofisticaron los procedimientos para juzgar, probar la culpabilidad se hizo más difícil. Gonzalo de Cesare, quien como uno de los fiscales del Tribunal para la Ex Yugoslavia llevó el caso del máximo responsable, el presidente de Serbia Slobodan Milošević, cuenta que al momento de comenzar en 2001, el juicio se encontró ante millones de páginas de evidencia.

“Estaba siendo procesado como el máximo responsable de guerras en tres países, Serbia, Kosovo y Croacia y decidió ejercer él mismo su defensa, por lo que había que darle años para que estudiara los documentos”, dice De Cesare. Literalmente, Milošević murió leyendo el recuento de sus culpas antes de llegar a ser condenado por ellas.

 

El hilo transparente

El último paso en la evolución del juzgamiento de crímenes de lesa humanidad fue la creación, a través del Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacional, en ejercicio desde 2002. Esta juzga exclusivamente a individuos, no a Estados, y tiene competencia en los 123 países miembros, entre los que está Venezuela.

Sin embargo, ningún jefe de Estado ha sido condenado y el único acusado, el mandatario sudanés Omar al-Barish, sigue sin juicio, prófugo de la justicia internacional al usar el país del que sigue siendo presidente como escondite.

Por sí mismos, con el Estatuto de Roma como base, los Estados sí han adelantado procesos contra sus propios dirigentes, con un éxito limitado. Es el caso de Perú, donde condenaron a Alberto Fujimori.

En Guatemala, por ejemplo, la condena contra Efraín Ríos Montt en 2013 por el exterminio del pueblo Ixil durante la lucha contrainsurgente de los 80, fue reversada por el Tribunal Constitucional de ese país, que pidió que reiniciara el proceso por un error de procedimiento.

Para entonces Montt, envejecido como Milošević, comenzó a sufrir de demencia senil, como explica el penalista guatemalteco Ricardo Henríquez, no pudo ser juzgado al ser incapaz de sentir vergüenza por los actos cometidos.

“No cualquier crimen, por más abominable que sea, es un crimen de lesa humanidad”, apunta Maria Ixchel Benítez, becaria del instituto de investigaciones jurídicas de la Universidad Autónoma de México.

La consciencia es una condición tan importante como la gravedad para considerar a un crimen como de lesa humanidad. Solo se castiga con esa dureza cuando los homicidios o las torturas no responden a un arrebato, sino al plan de una autoridad legal o ilegal.

Esa conexión entre el hecho y su maquinador está en disputa en cada caso por lesa humanidad. También en Venezuela, donde desde 2018 la fiscal de la Corte Penal Internacional Fatou Bensouda, adelanta una indagación preliminar (ver informe) para determinar si abre un proceso.

Para penalistas venezolanos como Fernando Fernández, aunque está por probarse, “se observan visos claros” de la violación de varios puntos del artículo 7 del Estatuto de Roma, como el que se refiere a actos inhumanos, con la represión a las protestas en 2014 y 2017, y el que señala el crimen de exterminio, en el cual habría incurrido Maduro al bloquear la ayuda humanitaria.

Al no tener Venezuela los delitos contra la humanidad en su código penal, le corresponde a la CPI rastrear si existe ese hilo, siempre transparente, que vincularía estos crímenes con un plan del oficialismo. Con órdenes que, como señala De Cesare, nunca son explícitas, pues en ninguno de los millones de folios de la ex Yugoslavia o en los documentos de Núremberg se daba la instrucción de masacrar o torturar.

Se trata de una comprobación ardua, más para la CPI, que en sus 17 años de existencia ha cerrado 4 procesos, 3 de ellos con absoluciones. Esos tiempos, los de la justicia, pocas veces coinciden con los de la historia; ya sea porque el acusado no vive lo suficiente para responder por sus actos o por el riesgo siempre presente de que, como sucedió con Muamar Gadafi en Libia, la condena llegue sin procesos ni instancias, en la forma de una turba encolerizada.

 

El Colombiano

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