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¿Qué sucede en Argentina? Las razones de una crisis repetida

Esta semana, el pasado volvió a hacer fila ante los bancos argentinos. El lunes, el país despertó con cientos de personas frente a las puertas de las sucursales, reunidas por el miedo a que les negaran el retiro de su dinero.

Parece, en principio, un pánico sin fundamento: la mayor promesa de la sociedad de libre mercado es, precisamente, que cualquiera pueda depositar o retirar la cantidad que quiera, o aquella que haya sido capaz de acumular, sin limitaciones.

En Argentina es distinto. Allí, esa multitud reunida antes incluso de la apertura del banco con el afán de recuperar sus dólares, comprar una caja fuerte y guardarlos de nuevo o esconderlos bajo el colchón no es solo presa de una histeria colectiva; también está siguiendo lo que ha aprendido durante décadas de crisis económicas.

La experiencia acumulada ha demostrado lo cerca que puede estar una fila de usuarios inquietos de convertirse en una turba enfurecida. “Si no me los dan hoy (los dólares), prendo fuego al banco”, dijo uno de los clientes a un periodista del diario El País, y, aunque las medidas económicas del gobierno por ahora solo limitan la compra de dólares para las empresas y los bancos, las imágenes de los saqueos de supermercados en 1989 y de las calles bloqueadas por desempleados de la crisis de 2001 reaparecieron.

En realidad nunca se fueron. El miedo a la vuelta de ese estallido, más que alguna esperanza en la reelección, es el que guía las recientes medidas económicas del gobierno de Mauricio Macri, el cual libra una campaña virtualmente perdida contra el peronismo –su rival, Alberto Fernández, en fórmula con la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, le sacó 15 % de votos en las primarias del pasado 11 de agosto– a la vez que dedica sus últimos dos meses en el poder a sobrevivir; a evitar un colapso total antes del 10 de diciembre, cuando deberá entregar el poder como el presidente de una nueva crisis argentina.

Vivir al borde del abismo

Puestos a buscar metáforas, señala un artículo de la revista The Economist de 2014, los argentinos suelen asociar su economía con un péndulo que va y viene entre la bonanza y el caos; una imagen más precisa, sin embargo, sería la de un látigo que golpea una y otra vez.

Los impactos llegan por distintos flancos: con recesiones como las de los años setenta y ochenta, picos de hiperinflación de más de 3.000 % como en 1989, o medidas extremas como la de la crisis de 2001 con el “corralito”; el bloqueo al retiro de dólares impuesto por el entonces presidente Fernando de la Rúa que, 20 días después de ser implementado, detonó su renuncia, su huida de la Casa Rosada en un helicóptero y la sucesión de cuatro presidentes en menos de dos semanas.

“Argentina es un caso de estudio. No hay ningún país del mundo cuya economía fluctúe durante tanto tiempo”, afirma Patricio Giusto, director del Observatorio Sino Argentino.

En cualquier otro país, dice, si un comerciante se levanta un día y los pesos argentinos en su caja registradora valen 20 % menos que ayer –como sucedió el 12 de agosto por la reacción de los mercados ante la derrota a Macri en las primarias– la vida se para.

En Argentina, en cambio, el dueño del local ya tiene listo los nuevos carteles de precios 30 % más elevados y los compradores ya están haciendo fila para cambiar los pesos de su sueldo por dólares.

Esa condición de financistas empíricos con la que vienen integrados los argentinos es, afirma, la explicación de varias de sus crisis. “Es como una profecía autocumplida”, dice el reconocido economista argentino Matías Carugati, “salimos a comprar dólares porque tememos una depreciación y, de esta forma, terminamos provocándola”.

De fondo, afirma Matías Alejandro Franchini, economista de ese país y profesor de relaciones internacionales de la U. del Rosario, hay una profunda desconfianza de la sociedad argentina en la capacidad de su gobierno para mantener el valor de su propia moneda, acentuada, agrega Giusto, por una suerte de aceptación de la inevitabilidad de las crisis que contrasta con la esperanza de poder resurgir, de golpe, en cualquier momento.

En 1989, cuando la crisis heredada por la dictadura argentina llevó a que el gobierno de Raúl Alfonsín renunciara por la hiperinflación, la solución fue el sistema “un dólar y un peso” implementado por el gobierno siguiente, de Carlos Menem, que impuso la restricción a que cada peso que circulara en la economía estuviera respaldado por un dólar en el Banco Central Argentino y, durante una década, redujo la inflación.

La salvación de entonces fue la condena en 2001. Las prohibiciones para la emisión de moneda le impidieron al gobierno de De la Rúa solucionar el desequilibrio entre los gastos del Estado, que superaban sus ingresos, y la situación límite lo llevó a adquirir una deuda de 9.810 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que, para algunos, entregó las decisiones económicas de Argentina al mercado extranjero.

Pero incluso entonces hubo resurgir. El boom de los productos básicos en el mercado internacional como la soya, explica Jorge Castro, economista argentino y Presidente del Instituto de Planeamiento Estratégico (Inpe), llevó a un aumento de las exportaciones que coincidió con el gobierno de Néstor Kirchner y que le permitió, en 2006, pagar la deuda al FMI “para construir nuestra autonomía”, según dijo entonces como quien declaraba la segunda independencia.

Ese pasado de sufrimientos “recompensados” con recuperaciones milagrosas está ahí, con la tentación de ser asumido como un destino, ahora que el país parece devuelta al 2001: con la inflación, el desempleo y la pobreza en ascenso, un préstamo con el FMI por 57.000 millones de dólares (el mayor la historia del organismo) solicitado en 2018 por Macri, y una campaña política en curso en la que la promesa de reconstrucción está mediada por el mismo apellido que hace 15 años: Kirchner.

El presente como trámite

La campaña presidencial podría resumirse como dos candidatos, Mauricio Macri y Alberto Fernández, culpando al pasado. Se trata, sin embargo, de dos pasados distintos: mientras Fernández atribuye la responsabilidad de la crisis a la gestión de Macri, la bandera de la reelección es más compleja: la campaña de Macri se basa en vincular la situación actual con el legado que recibió de Cristina Fernández de Kirchner en 2015, y en sostener como bandera electoral el “cambio” que los argentinos llevan cuatro años esperando.

“Macri nunca dejó de estar en campaña”, dice Mario Riorda, presidente de la Asociación Latinoamericana de Consultores Políticos (Adice), y agrega que el presidente dedicó su gobierno a aumentar las expectativas sobre un futuro que nunca materializó.

Prácticamente cada uno de sus eslóganes pesan ahora sobre él como promesas incumplidas. Su frase recurrente de campaña, “la revolución de la alegría”, choca cuatro años después con el resultado de la consultora Ipsos cuyo ránking global de septiembre de este año lo ubica como el país menos feliz del mundo.

La inflación, cuya reducción fue descrita por Macri como “lo más simple” que tendría que hacer como presidente, se ubicará según las predicciones del Banco Central en 55 % para el final de 2019 y, la suma de este factor y la perspectiva de desempleo, ubican a Argentina en el segundo lugar en el Índice de Miseria elaborado por Bloomberg en 2019.

Y, sin embargo, Macri sigue allí. Pese a la gravedad de la crisis actual, Carugati destaca lo que considera un logro institucional: esta podría ser la única crisis en la historia reciente en no cobrar la cabeza del presidente de turno, lo que convertiría a Macri en el primer mandatario no peronista en concluir su mandato en los últimos 70 años.

Con esa expectativa transcurren los días previos a las elecciones del 27 de octubre. El presente es solo un trámite y los ojos de todos –ciudadanos y mercados– están en el candidato favorito pero aún no electo: Alberto Fernández.

Incluso si se cumple su pronosticada victoria, la recuperación kirchnerista de los 2000 está fuera de las cuentas para los expertos, por el contexto adverso de la economía internacional.

De ganar, Fernández gobernaría flanqueado en todas las direcciones: con las expectativas de mejoramiento económico de los ciudadanos por un lado; las cuentas de cobro del FMI por el otro; la sombra de Cristina Fernández como vicepresidenta a su espalda; y, al frente, un futuro incierto que, sin importar cuan brumoso sea, para los argentinos siempre contiene la promesa de un milagro inesperado

El Colombiano

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