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Murió Santos Juliá, el gran historiador del siglo XX español

Con Santos Juliá, fallecido hoy miércoles en el hospital madrileño Puerta de Hierro a los 79 años, desaparece uno de esos contados académicos que había convertido los periódicos en su segundo hogar. Nunca hizo concesión alguna al ritmo vertiginoso al que obliga la actualidad, pero tuvo la rara habilidad de encontrar la manera de entrar en ella con toda la carga del pasado. Estaba mirando lo que sucedía y conseguía hacerlo con esa sabiduría del que tiene presentes las hilachas y los rastros que vienen de atrás. Conseguía así establecer las conexiones pertinentes con lo que había pasado, o mostraba las quiebras que permitieron cambiar las cosas, de manera que abría las lecturas del mundo a muchos sentidos posibles.

Lo que siempre hizo Santos Juliá fue demoler los prejuicios que alimentan a cada cual en su trato con la realidad, pero no para facilitar otros tópicos que también iban a caducar sino para ayudar a ver las cosas de otra manera. Ya fuera leyéndolo o escuchándolo, y tras prestarle la debida atención, se terminaba siempre por aprender algo nuevo, se conseguía ver lo viejo de distinta forma, el presente tomaba otros aires. Ocurría también que se tenía la impresión de ser un poco mejor persona. Si la escritura puede llevar dentro una fuerte carga moral, la de Santos Juliá era de esas que no pasa en vano.

Santos Juliá nació en 1940 en Ferrol (A Coruña) y fue doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense y catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED. Pasó temporadas formándose fuera, con lo que hizo suyos los afanes de esa sociedad española que quería abrirse al mundo e incorporar como propias las herramientas que manejaban las mejores mentes en las mejores universidades. Marx y Weber fueron dos de sus grandes maestros, pero siempre estuvo al corriente de lo que hacían sus colegas más interesantes. Daba la impresión de que lo sabía todo; en sus materias, lo sabía todo.Su materia fue siempre la historia, y puso el foco en las cuestiones políticas y las ideas, en los proyectos, así que tuvo interés por los papeles, las leyes, las proclamas: el documento, la letra escrita. Ya fuera el papelucho donde un pensador apunta un aforismo o la notificación de una condena o los recovecos de una Constitución o un tratado filosófico, cualquier cosa le servía para seguir preguntándose por lo que ocurrió, por cómo sucedieron determinados hechos, por las huellas que dejaron. La historia, que para algunos puede resultar materia árida, la convertía en otra cosa: escribía endiabladamente bien. Defendió la complejidad y nunca ofreció respuestas fáciles ni simples, jamás hizo concesión alguna a aquellos políticos —o historiadores— que convierten el pasado en argumentos con los que justificar sus posiciones actuales, renegó de cuantos buscan en la memoria un lugar confortable “para desentenderse del presente procurando además los beneficios de la buena conciencia”.

Desde muy pronto se interesó por lo que sucedió durante la República, por la historia de los socialistas, por la manera en que Madrid terminó convirtiéndose en Madrid; se movía por el siglo XX como pez en el agua y conocía cada recodo del camino, cada conflicto, cualquier chismorreo. Miró de frente la Guerra Civil y lo hizo (también) contando las víctimas. “Es preciso insistir en que la de 1936 no fue una guerra como las otras; que fue una guerra de vencedores y vencidos; de aniquilación del derrotado”, escribió. Y explicó que “cuando la rebelión hizo sonar la hora de la revolución, todos supieron qué destruir, a quiénes aniquilar, pero muy pocos sabían lo que había que construir, qué recursos y hacia qué objetivos había que emplear la fuerza desatada por la Guerra Civil”.

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