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¿Por qué Franco ya no tendrá una tumba de honor en España?

En las calles de Madrid, a 15 días de las elecciones generales, se pegan volantes en las paredes con la imagen de un hombre que lleva 44 años muerto. No es un candidato, su tiempo en el poder terminó. Aun así, casi medio siglo después del fin de su dictadura, la figura de Francisco Franco regresó a la vida política de España a través de la forma más rotunda de resurrección: una segunda muerte.

La exhumación de los restos del dictador, el último fascista europeo enterrado con honores de Estado, ha puesto al país bajo la ilusión del tiempo repetido. Franco vuelve a ser elogiado o repudiado en las calles, ocupa los titulares de prensa y, en su nueva morada en el cementerio de El Pardo-Mingorrubio, será velado y llorado por segunda vez.

La promesa del gobierno de Pedro Sánchez de trasladar la tumba, una de las pocas que ha podido cumplir en medio de la división política, ha revelado las grietas que la transición a la democracia dejó pendientes en España, enterradas bajo una losa frente al altar de la basílica del Valle de los Caídos.

Una cruz sobre mi tumba

El plan de la exhumación está diseñado para transmitir solo los símbolos elegidos. La sepultura de Franco pasará en un lapso de entre una y tres horas del Valle de los Caídos, el sitio de peregrinación de los nostálgicos de la dictadura, a un discreto cementerio a las afueras de Madrid.

Las restricciones de asistencia para los medios, los detectores de metales a la entrada de la basílica, el helicóptero que recorrerá los 33 kilómetros entre ambos mausoleos, están allí con un objetivo central: evitar una fotografía del ataúd del dictador.

Algunos símbolos, sin embargo, son inevitables. El féretro de Franco será llevado en hombros por 22 de sus familiares a través de los 206 metros que hay entre su tumba en la iglesia y el helicóptero en la explanada.

En el trayecto pasará junto a los restos de al menos 33.847 muertos de ambos bandos de la guerra civil, republicanos y nacionalistas, que fueron enterrados allí por decisión suya, pero que a diferencia de él, permanecen sin nombres, fechas o epitafios que los identifiquen, como un amasijo de vidas perdidas reunidas por el caudillo para reposar en medio de ellas.

Pues, como explica Queralt Solé, investigadora española experta en el Valle de los Caídos, Franco dedicó sus primeros 20 años en el poder tras su victoria en 1939, a erigir su propia tumba: “Un mausoleo faraónico”, con una cruz de 150 metros cuyo diseño supervisó de cerca y que es visible a 20 kilómetros a la redonda.

La intención era clara, y quedó registrada en el documento de abril de 1940 que dio inicio a las obras: fijar el recuerdo de la victoria franquista en un monumento cuyas piedras “tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido”.

 

Cuidar el recuerdo

Luis Felipe Utrera, hijo del ministro franquista José Utrera y abogado de la familia que libró y perdió la lucha judicial para impedir la exhumación, mantiene viva la imagen del día que, con 6 años, conoció al dictador en su despacho: “Le temblaba la mano, pero se sujetaba con la otra para que no se notase”.

Incluso cerca del final, Franco se cuidaba del recuerdo. Sabía, como señaló en el discurso de inauguración del Valle de los Caídos el 1 de abril de 1959, que su victoria en la guerra civil contra los republicanos no era permanente: “La lucha del bien con el mal no termina por grande que sea su victoria, sería pueril creer que el diablo se someta (…). La antiespaña fue vencida y derrotada, pero no está muerta”.

Al principio, señala Solé, las precauciones tuvieron efecto. Al momento del fallecimiento de Franco, en 1975, fue el propio rey Juan Carlos I, símbolo de la transición a la democracia, quien eligió el lugar para enterrar al dictador cuyo régimen intentaba cambiar.

En nombre de la unidad, agrega la experta, España eligió no romper con su pasado franquista, mantenerlo en un lugar de honor, y aplazar las rendiciones de cuentas que sí se dieron en Alemania, con Adolf Hitler, o en Italia, con Benito Mussolini.

El lugar de privilegio de Franco se mantuvo intacto durante cuatro décadas más por indiferencia que por la solidez de su recuerdo, hasta que el gobierno de Pedro Sánchez llegó en junio de 2018 con la promesa de mover la tumba del dictador.

El presidente de gobierno, que durante su año y medio en el cargo ha perdido batallas en el parlamento –para aprobar su presupuesto y para formar gobierno– encontró en la exhumación de Franco una de sus pocas victorias. Venció a la resistencia de la familia que, en palabras de Solé, “creyó tener suficiente poder para enfrentarse al Estado español”.

En el proceso, señala el internacionalista de la U. Externado Rafael Piñeros, Sánchez reabrió heridas que España no recordaba siquiera tener, y demostró una capacidad de resolver el pasado muy superior a la de lidiar con el presente.

Después de todo, el recuerdo es un territorio conquistado, que una vez se soltado en el río del tiempo ni el mayor de los monumentos faraónicos puede fijar

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