HOY DIARIO DEL MAGDALENA
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La muerte sobrecoge Madrid

Como una medida «necesaria» para frenar al virus, el gobierno de España, segundo país más golpeado de Europa luego de Italia, prorrogó hasta la medianoche del 11 al 12 de abril el estado de alarma y el confinamiento casi total de los 47 millones de españoles.

MADRID AFP
Nadie pasea entre los rascacielos del barrio de negocios de Madrid en el décimo día de confinamiento general en España. Solo se ve ajetreo en el cercano hospital donde un enfermero confía que «esta noche hubo cinco muertos de coronavirus».

En las avenidas desiertas y demasiado tranquilas de esta área metropolitana de 6,5 millones de habitantes, una de las más afligidas del mundo por la epidemia, la presencia del virus invisible se detecta en el paso de veloces ambulancias.

Solo la región capitalina contabilizaba el martes 1.535 decesos de los casi 2.700 registrados en toda España, según el balance oficial.

En las puertas de las urgencias del hospital universitario de La Paz se descargan decenas de botellas de oxígeno.

Unos médicos, protegidos con máscaras y guantes, entran y salen de una carpa blanca recientemente instalada: «Ayer empezó a funcionar para recibir a pacientes que son posibles +COVID+ leves», explica una portavoz a la AFP.

«Los trajes de protección y las mascarillas (para el personal) están llegando, pero siguen haciendo falta más», reconoce.

Al terminar su guardia nocturna en las urgencias de este hospital, el enfermero Guillén del Barrio, de 30 años, narra con voz exhausta su experiencia.

«Es muy duro, no nos caben más pacientes. Teníamos a la gente con fiebre muchas horas en la sala de espera, teniendo que darles a veces oxígeno, gente muy mayor…», cuenta por teléfono.

«Esta noche, solo en urgencias, hubo cinco muertos de coronavirus», asegura este enfermero.

«Muchas compañeras lloran porque hay gente que muere sola, sin haber visto por última vez a su familia, y apenas tenemos tiempo de hacerles compañía», explica.

El fallecimiento la semana anterior de una enfermera de 52 años en el País Vasco, la primera de un sanitario en España, «nos recuerda que estamos muy en peligro», dice Guillén, cuya pareja, también enfermera, «está contaminada y en cuarentena».

La lección de esta crisis es aprender «la importancia de la sanidad pública. Se había reducido muchísimo el número de camas con los recortes presupuestarios durante la crisis económica (de 2008) y todos los enfermeros y médicos que se fueron a trabajar al extranjero nos hacen falta ahora aquí», reivindica Guillen.

UNA MORGUE EN LA PISTA DE HIELO

En el enorme pabellón de congresos IFEMA de Madrid se ha levantado «el hospital más grande de España» que podría acoger hasta 5.500 pacientes. Inaccesible a la prensa, solo pueden verse las ambulancias que acceden a este hospital de campaña.

En el centro comercial del Palacio de Hielo, militares enfundados en trajes de protección acuden en furgonetas rojas. En la pista de hielo de este recinto se depositan los cadáveres para aliviar los saturados servicios funerarios de la capital.

En un inmueble cercano, empleados de una empresa de pompas fúnebres se desinfectan las manos después de cargar un cadáver a su camión gris.

«Este es un fallecido normal», es decir, sin coronavirus, accede a explicar rápidamente uno de ellos, apresurado para volver a sus labores.

«Tenemos tanto trabajo… ¡Es una locura!», se despide.

LA EPIDEMIA ESPAÑOLA

En el centro de Madrid, los carteros todavía reparten correo, los panaderos amasan pan y los quiosqueros siguen abiertos.

«No vendo nada. Pero eso significa que la gente, muy disciplinada, sale poquito», dice Carlos García, un quiosquero de la conocida Puerta del Sol, ahora abandonada por locales y turistas.

«¿Miedo? Te garantizo que no estaría aquí si tuviera miedo. Pero me preocupo por mi familia porque nadie sabe dónde puede estar este virus», dice el hombre canoso de 58 años.

Tras diez días en estado de alarma, los 46 millones de españoles siguen confinados en sus casas, salvo contadas excepciones como trabajar o abastecer la casa.

«La ciudad, la veo desolada», dice el repartidor Jesús Santa Rosa, un venezolano de 33 años obligado a salir con su bicicleta para llevar hamburguesas y platos indios a los madrileños confinados.

«Estoy obligado a trabajar porque hay que mandar algo a Venezuela. Llegué hace solo un mes aquí, y me ha tocado trabajar en tiempos de epidemia», apunta.

Cerca de la Gran Vía, en una calle peatonal sin peatones, unos albañiles rodean un camión cementero.

«La construcción y rehabilitación de edificios siguen», indica Rubén Sánchez. «Yo soy el jefe de esta obra, pero preferiría estar en casa que aquí», asegura este español de 42 años.

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