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¿Por qué esta Semana Santa es distinta de las demás?

Con el apoyo del Secretariado de Comunicaciones de la Diócesis de Santa Marta, a partir de hoy tendremos reflexiones sobre la vivencia de la Semana Santa

Por
P. JORGE
ARMANDO CASTRO

¿Por qué esta Semana Santa es distinta de las demás? Esta pregunta es similar a la que cada año se hace durante la cena pascual judía. En un momento concreto de dicha cena, el niño más pequeño pregunta:

¿Por qué esta noche es distinta de las demás noches del año? ¿Por qué esta noche solo comemos pan sin levadura? Las otras noches podemos comer toda clase de hierbas, ¿Por qué esta noche comemos solo hierbas amargas? Y el padre de familia o el abuelo (es decir, el mayor de los presentes) responde:

«Nosotros éramos esclavos del faraón en Egipto, y el Señor nos sacó con mano poderosa» (Cf. Deuteronomio 6, 21; 21, 28). Esta escena expresa, en lenguaje rabínico, que la respuesta a la pregunta por lo «novedoso» proviene siempre de lo «permanente».

En nuestro caso, pareciera que la novedad de la Semana Santa del año 2020 es evidente y que tuviera nombre propio. Es cierto que el mundo entero vive una situación insólita y peculiar. Sin embargo, si nos quedamos únicamente en lo que aparece ante nuestros ojos, en la tiniebla que parece hacerse más oscura, podríamos correr el riesgo de fijarnos solo en lo pasajero y descuidar lo permanente, aquello que una mirada «litúrgica» nos invita a ver.

Dicho en positivo: estamos ante una oportunidad fantástica para descubrir, una vez más, que la Semana Santa – y todas las celebraciones cristianas– tienen unos elementos que son «siempre iguales» y otros elementos «siempre distintos».

La tradición en torno a la «Gran Semana», no apareció en un solo momento, sino que fue tomando forma, poco a poco, durante cientos de años: todo comienza cuando se reservó un domingo del año para celebrar con intensidad «la pascua del Señor».

Tiempo después, para recordar que esta pascua fue real e histórica, se añade la celebración de la muerte del Señor; y para conmemorar la institución de la Eucaristía, la «Última Cena».

Así llegamos al siglo cuarto. Mientras tanto, el sábado santo se consolidaba como día de ayuno absoluto y preparación para «la madre de todas las vigilias»: la Vigilia Pascual. Finalmente, hacia el siglo VIII, a partir de una fiesta local de Jerusalén, surge el «Domingo de Ramos». Desde entonces, con modificaciones menores, la Iglesia celebra el misterio de la fe bajo un esquema similar.

No faltará quien piense que este año tiene una gran novedad: el «encierro colectivo» provocado por una pandemia inédita. Aun así, esta realidad tampoco es del todo nueva, pues en los inicios de la Iglesia, durante el Imperio Romano, los cristianos tuvieron que celebrar su fe a escondidas.  También hubo dificultades durante la peste negra del siglo XIV, cuando murieron unos 200 millones de personas. Pero hay más: muchos cristianos en la actualidad ya tenían previsto celebrar la Semana Santa en sus casas, pues viven en países donde el hecho de ser cristiano puede llevarlos a la cárcel o a la muerte.

Así las cosas, podemos llegar a una conclusión: lo que la celebración de la Semana Santa tendrá de «diferente» no será el modo de materializar una tradición, o las estrategias desarrolladas para hacer frente a las nuevas circunstancias, pues, a nivel humano, «no hay nada nuevo bajo el sol» (Eclesiastés 1, 9).

Debemos buscar la novedad, por tanto, en algo que esté más allá de la historia, y que sea siempre nuevo, incluso, en acciones aparentemente repetidas. Nos referimos concretamente a la acción de Dios Padre, en Jesucristo, por el Espíritu Santo. Aquí está la clave de la Semana Santa, de la liturgia de la Iglesia, y de la historia de cada ser humano: en la eterna novedad de la acción de Dios en todos los hombres y en cada hombre.

A través de la acción trinitaria, la muerte redentora de Cristo se hace actual en el sacramento de la penitencia y en la vivencia de los sufrimientos llevados con fe. La Resurrección del Señor se actualiza y se hace nueva en nuestra redención y en nuestra vida alegre y esperanzada; y todo ello, de modo real y sacramental, se pone frente a nosotros, hoy y ahora en cada Eucaristía. Allí el Espíritu Santo hace posible que tú y yo podamos experimentar que «el sepulcro está vacío», porque Jesucristo está vivo y presente en el «hoy» de la historia, no con una presencia meramente espiritual, sino también en la materialidad de tu vida, en el contexto del mundo que nos rodea. Es aquí donde se combinan lo permanente y lo variable del misterio de la fe cristiana.

Todo esto nos coloca frente a la «Gran Semana» con una perspectiva más amplia, todas ellas muy positivas: por una parte, podremos celebrarla de modo similar al de los primeros cristianos y al de los miles de hombres y mujeres que, aún en pleno siglo XXI, no pueden celebrar la Semana Santa como nosotros estamos acostumbrados a vivirla. Pero por otra parte, tendremos la ocasión de descubrir cómo, en medio de las tinieblas que hoy han cubierto al mundo, como en tantos momentos de la historia, el poder de Jesucristo Resucitado sigue llenando nuestros corazones de una alegría y esperanza que nos permiten afirmar: «la muerte ya no tiene poder sobre Él» (Romanos 6, 8).

Con esta mirada optimista – que no da la espalda a la realidad, sino que la afronta con una mirada de fe – volvemos a preguntar como el niño más pequeño de la cena pascual:

¿Por qué esta Semana Santa es distinta de las demás? Y nuestra madre la Iglesia nos responde, hoy como siempre: porque éramos esclavos del pecado, pero Jesucristo ha vencido la muerte, nos ha devuelto la alegría, y nos ha traído una luz que ninguna tiniebla podrá apagar.

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