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Quien esto escribe ha ejercido como catedrático universitario desde 1979 hasta ahora, de manera ininterrumpida, y considera indispensable el contacto personal entre profesores y estudiantes en el seno de esa transitoria comunidad -el curso-, pues la cercanía permite, no ya una mecánica transmisión de conocimientos mediante un monólogo -método afortunadamente superado- sino el diálogo fecundo, la libertad de cátedra, el intercambio de ideas, la formulación de inquietudes, la crítica respetuosa, el apoyo a la investigación, la búsqueda de la verdad mediante la participación de todos.
Por tanto, la obligada reclusión -que ya completa un año- por causa de la pandemia no ha sido el mejor estímulo para la tarea educativa, ni en las universidades, ni en las escuelas y colegios del país. La tecnología nos ha brindado -no a todos, porque no todos tienen los instrumentos necesarios- una forma de continuidad, lo que ha impedido, mediante las clases virtuales, la interrupción absoluta de nuestras actividades. Debemos agradecer a los avances tecnológicos que ello haya sido así, no solamente en este sino en otros campos -como el de trabajo-, pues de lo contrario, ante un enemigo tan agresivo como el COVID, el colapso habría sido total en muchos frentes. Ha sido posible la gestión administrativa, ha podido continuar la administración de justicia -con las explicables limitantes-, y se ha salvado en parte la actividad económica.