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En La Minorista se fraguó la muerte del fiscal paraguayo Marcelo Pecci

La cita fue pactada a las 10:15 de la mañana. A esa hora, la plaza de mercado es un hervidero en el que se ven ir y venir las carretas cargadas de frutas y hortalizas. El aire hiede a pescado y los silbidos de los coteros se confunden con los gritos de un mercado despierto desde las 3:30 de la madrugada.

En medio de ese festín de precios, cinco hombres y una mujer se reunían en un local de La Minorista, en el centro de Medellín. Sin levantar sospechas y jugando a inquisidores, las seis personas sentenciaron a muerte a un supuesto empresario paraguayo que llegaría a Colombia a pasar su luna de miel, o eso les dijeron los contactos de ese país que buscaban matar al fiscal anticorrupción Marcelo Pecci.

Fue el jueves 5 de mayo. Todos llegaron puntuales, como se acude a una cita de “trabajo”. Entre cafés y chanzas, como le explicó un investigador a EL COLOMBIANO, los venezolanos Wender Scott Carrillo y Gabriel Carlos Salinas Mendoza, y los colombianos Marisol Londoño Bedoya –su hijo Cristian Camilo Monsalve Londoño–, Eiverson Adrián Arrieta Zabaleta y Francisco Luis Correa Galeano, urdieron el plan que terminó con la vida de Pecci en la arena del hotel Decameron, en la Isla de Barú, cinco días después.

Todo empezó el 30 de abril. Mientras Pecci daba el “sí, acepto” a Claudia Aguilera frente al altar de la iglesia San José, en Asunción, Paraguay, los encopetados mafiosos de ese país se reunían para ponerle “la cruz encima” al fiscal que en los últimos cuatro años les hizo la vida más difícil. Allanarles propiedades, tumbarles laboratorios y quitarles la coca, fueron los motivos suficientes para que los integrantes del Primer Comando Capital (PCC), le pusieron precio a la cabeza de Pecci.

Como los capos se dieron cuenta de que matar a Pecci en su territorio era como intentar cazar una cabra en zona montañosa, empezaron a vigilarlo de cerca hasta enterarse de que viajaría a Colombia; entonces, pusieron el foco en Medellín, esta ciudad espigada que se ufana del metro y sus rascacielos, pero que carga con una herencia de los años 80 y 90 desde que a Pablo Escobar le dio por hacer de la muerte, o la vida, un negocio.

Con la información de que en el bajo mundo medellinense se podía conseguir a quien matara a Pecci, los tentáculos del PCC llegaron hasta Francisco Luis Correa. Lo hicieron a través de emisarios del Clan del Golfo que contactaron al exmilitar, señalado por la justicia de cometer varios delitos.

Correa, a su vez, se sumergió en los alrededores de la Plaza Minorista donde se consigue un tinto, un perro y hasta una puñalada por 1.000 pesos. En otrora, en esa plaza mandaban los milicianos que se encargaban de la vigilancia y dar “lecciones” a quienes osaban a desafiar su poder robándose así fuera una naranja. Muchos terminaron en el río con dos balazos en la cabeza y un letrero: “por ladrón”.

Aunque en la Plaza ya no están los “milicos”, en las afueras si están las bandas que prestan sus servicios de sicariato al mejor postor, muchos de ellos estructuras como la Terraza o los Pesebreros.

Por eso, hasta allí llegó Correa a buscar en las entrañas del infierno, los demonios que fueran capaces de matar a Pecci. Para hacerlo había 2.000 millones de pesos de por medio y la promesa de que todo saldría limpio. Y allí, en ese pedazo de Medellín en la que se conjugan trabajadores de empresas, peluqueros, taxistas, cacharreros y revendedores de ropa vieja, Correa los halló.

A cada uno le asignó el rol a cumplir en el homicidio. Marisol y Cristian serían la sombra del fiscal; Eiverson sería el conductor; y Gabriel y Wendre halarían el gatillo. Todos vivían en Medellín y, la cercanía era tanta, que Eiverson y Wendre trabajaban juntos y compartían apartamento con Gabriel, el único que se alcanzó a volar supuestamente a Venezuela con un botín, y ahora es buscado en 195 países con circular azul de Interpol.

Con la sentencia a un moribundo, se empezaron a mover 16 carros para transportar a los recién contratados. Para desviar la atención de las autoridades, desde la capital antioqueña unos viajaron a Cartagena por Montería, y otros dieron la vuelta por Santa Marta, pero todos llegaron a Pecci para cumplir la orden perentoria de asesinarlo.

Últimos instantes de Pecci

Minutos antes de su asesinato, el fiscal Marcelo Pecci parecía una fiera acorralada. Presa de un desespero inexplicable, se movía entre la playa y el mar como haciéndole el quite a la muerte que lo acechaba.

Fue como una premonición, porque instantes después emergió del mar el cazador que le siguió la pista sigilosamente durante cuatro días por las calles de Cartagena y luego por la Isla de Barú: Scott Carrillo, el venezolano que ingresó en 2019 a Colombia de manera irregular por la frontera con Ecuador –y se instaló en Medellín en septiembre de ese año–, descargó una furia ajena contra el fiscal y le propinó tres tiros certeros (uno en la cara y dos en el cuerpo) de una pistola 9 mm.

“Fueron directamente contra él. A mí ni me miraron. El pasó derecho y le disparó”, recordó Claudia Aguilera, la periodista y esposa del fiscal asesinado de quien se enamoró entre ruedas de prensa y visitas a la oficina para buscar información que develaría el bajo mundo del narcotráfico.

El homicidio de fiscal se armó con la exactitud de las piezas de un rompecabezas al que no le sobró una sola ficha. En la mañana del 10 de mayo, Marisol Londoño y su hijo Cristian Monsalve salieron del hotel, y camuflados como turistas fueron al mar. Marisol levantó las manos entre las olas y su hijo le tomó fotos con el celular. Esa fue la marca de la muerte.

No pasaron 10 minutos y en medio de un mar en calma, pero atestado de bañistas, apareció la moto en la que viajaban los verdugos de Pecci. El fiscal recién había salido de entre las olas y se sacudía la tierra, cuando el tirador apareció por la espalda y le disparó.

Pecci murió boca arriba, en medio de los gritos de su esposa Claudia y de las indicaciones de un doctor que le decía a la periodista paraguaya dónde presionar para evitar la hemorragia causada por los tiros certeros de un cazador.

“Hicimos estudio de 20 lugares, elementos probatorios, 200; ubicación y recolección de cámaras de seguridad, 120; análisis de horas de video, 2.500; análisis de información técnica de antenas 40; y actividades investigativas, más de 3.000”, detalló el fiscal Francisco Barbosa al presentar el balance de la operación.

Aún faltan piezas por armar, como quién fue el capo que sentenció matar a Pecci y cuyos tentáculos llegaron hasta una plaza de mercado donde la vida se comercia como si fuera un producto de la canasta familiar.

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