HOY DIARIO DEL MAGDALENA
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 Malecón

Fui profesor de Gustavo Malo Fernández en la Facultad de Derecho de la Universidad de Cartagena. Serio y estudioso, completó su ciclo académico de pregrado dispuesto a ganar futuro y realizarse como profesional. Optó por la carrera judicial a sabiendas de que, en nuestro medio, los jueces son, por regla general, menos afortunados que los litigantes exitosos al devengar. Pero ese era su talante, y administrando justicia también se triunfa.

Dentro de esa inclinación, Gustavo Malo fue nombrado juez penal municipal y juez penal de Circuito y cosechó prestigio. Su trayectoria de fallador justo en las instancias menores lo habilitó para conquistar la magistratura del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cartagena, con títulos suficientes en la disciplina de sus preferencias, el derecho penal. Varios años de paciente laboriosidad le dieron crédito y, por consiguiente, derecho a permanecer en el cargo a satisfacción de sus superiores.

Por los anteriores motivos, la elección de Gustavo Malo en la Corte Suprema de Justicia no me sorprendió. Era presumible que su conducta no solo no variara, sino que fuera consecuente con la jerarquía alcanzada (se suponía) con más méritos que intrigas, escalón por escalón, sentencia tras sentencia, con fidelidad a la ley y respeto por el rango. Vale decir, como todo un señor magistrado.

Pero, ¿qué alteró la ruta? ¿Un padrinazgo malsano y avieso? ¿Pudo más la presión de un nominador inescrupuloso que la ética de la responsabilidad del juez ascendido? ¿Olvidó éste anteponer a las tentaciones el antídoto de unos principios recios y acendrados? ¿No era mejor regresar a la calle, con una renuncia oportuna y digna, que con el sambenito del escarnio sobre la carnadura incólume (hasta entonces) y un boleto de convicto asegurado?

Las cumbres tienen también sus precipicios. Uno de ellos es que hay nominadores que exigen gratitud para sus sigilosas propuestas indecentes, a contrapelo de que se excluyen moral y jurídicamente. Si se meten en la misma vasija, la gratitud se transforma en complicidad pura y simple, en un concierto de infractores, en revoltura deletérea que Malo no sopesó, en la intimidad de su conciencia, al momento de esconder una verdad procesal que le estalló en las manos junto con los testimonios incriminatorios de sus propios auxiliares.

Digo todo esto con dolor por el drama que oprime, estoy seguro, a Gustavo Malo, quien debe estar remordiéndose de la flaqueza que arruinó su carrera.

Lo ocurrido en la Corte Suprema de Justicia, cuesta abajo en su rodada, es que fracasó el pensamiento racional y científico en una sociedad light y vitrinera como la colombiana, y el trasiego de las magistraturas no podía escapar de una historia asaz melancólica de ostentaciones y temeridades.

Columnista.

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